El espacio de reunión que nos podemos dar en la vida comunitaria puede ser que no sea lo más importante para la existencia de una comunidad, pero es el lugar de encuentro necesario para compartir lo que somos, hacemos, crecemos y un largo etcétera. Encontrarnos para manifestar y vivir nuestra fe en comunidad pudiera ser algo relativo y es, sin embargo, una cuestión que nos ayuda a dar amplitud, a considerar a los otros como parte de mi propia vida y hacerla trascender un poco más de lo que ya tiene como significado individualmente, ayudándonos, por cierto, a remar contra los distintos individualismos que rodean nuestra vida actual.
Nos decimos comunidad cristiana porque aspiramos a que sea Cristo el centro de la misma. Porque valoramos en Cristo la presencia de Dios en nuestras vidas y queremos que ello ordene de la mejor forma no sólo la vida de la comunidad como grupo, sino la vida de cada uno de sus componentes, ayudándonos a integrar nuestra fe y vida en todas sus dimensiones, especialmente en lo familiar, laboral, de estudios, eclesial y ciudadana.
Por tanto, si Cristo va siendo el centro de la vida comunitaria y el centro de nuestra vida personal, la comunidad bien tendría que ser el referente que pudiera darnos una mejor centralidad en nuestras vidas, el lugar desde el cual vamos construyendo relaciones que nos ayudan en el conjunto de nuestro caminar. Siendo así, cultivar la vida comunitaria puede tener más valor y trascendencia de lo que podríamos imaginar.
Un asunto importante en ello estaría en preguntarnos: ¿es posible la vida comunitaria sin un encuentro e intercambio periódico y regular de sus integrantes? Sería un poco difícil, sobretodo por la vorágine de actividades o tareas en las que cada cual se encuentra normalmente. Lo que define una comunidad no son las muchas o pocas tareas que realizan sus integrantes; ellas también son importantes.
La vida comunitaria se define por la calidad de relaciones que se van construyendo entre sus miembros; la capacidad de orar juntos su vida, su realidad, la de los más necesitados; la manera cómo se inspiran unos a otros para crecer y ser fecundos en lo que le toca a cada cual; la posibilidad de ser testimonio de seguimiento de Jesús, tanto individual como también en colectivo, desde las mediaciones que pudieran ser las más adecuadas.
En el caso de las CVX (Comunidades de Vida Cristiana), nos anima y ayuda a cultivar nuestra propia profundidad y crecimiento la espiritualidad ignaciana, aprendiendo en el discernimiento a construir un estilo de vida de servicio y compromiso. Dejándonos acompañar por todos los compañeros y compañeras de camino y sabiendo acompañar a nuestro “vecino”. Buscando construir relaciones en clave de “magis”, es decir, de constante superación, grado de humildad y disponibilidad (libertad). Para descubrir y realizar la “voluntad de nuestro Padre”.
Siendo nuestra comunidad un lugar de encuentro y crecimiento; siendo tan significativo poner a Cristo en el centro de la vida de comunidad y aprender de ello; siendo un desafío constante el discernir comunitariamente nuestros propios “signos de los tiempos”… Nada de esto se podrá encaminar sistemáticamente si no nos damos un tiempo adecuado y regular para compartir todo ello y lo que se puede permitir fluir desde allí.
Nos será de mucha importancia también que desde nuestras propias reuniones podamos profundizar en temas que nos ayuden al proceso de formación en que cada comunidad pequeña se halle, complementándolo con procesos de formación más amplios que nos permitan hablar “en idiomas diversos” e inspiren mejor el sentido pentecostal que cada comunidad debe tener para sí y hacia el medio que le rodea.
Cada comunidad en pequeño esta llamada a situar y valorar su propio quehacer y a darle todo el peso y significado que esta en sus manos. Sintiéndose, además, parte de una comunidad más amplia (en nuestro caso la CVX Perú y mundial) y sensible a quienes tienen más necesidad en cada ámbito de nuestra realidad.
Guillermo Valera Moreno (CVX Siempre)
Lima, 10 de julio de 2011
Publicado en blog Horizontes
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